lunes, 7 de noviembre de 2011

Tu cuello.

Tu cuello
se alza como un rascacielos
tapizado de rosas:
terso, duro, hercúleo.
Tu cuello
se me ofrece esquivo:
quiere recibir mis besos
para estar contento,
pero a la vez, me quiere quieto
como en un daguerrotipo,
convertido en un sedimento.


Tu cuello,
cuando se comporta como tal,
alivia la presión alojada en mis costillas
por algunos recuerdos corroídos,
por tus sienes que ya no toco,
por el loco grito que acostumbro a dar
cuando no soporto
la ausencia de tu materia en el portal.


Tu cuello,
cuando se desempeña como quiero,
aligera el plomo que soporta mis huesos.
Y puedo volar.
Y apartar nubarrones.
Y traer anticiclones.
Y hablar de tú a tú con las isobaras.
Y visitar a Hefesto,
y juntos forjar rayos, relámpagos,
estampidos y demás fenómenos.

Tu cuello, cuando tiembla,
me quita las ganas de estar muerto.
Tu cuello, cuando quiere hacerlo,
se adelanta a tu útero
en la carrera hacia el estremecimiento.

Tu cuello
huele a pétalos y terciopelo,
desahucia al hidalgo,
ennoblece al plebeyo,
remonta mis cimientos
hundidos en el cieno.

Tu cuello, de marfil un istmo,
conecta tu cabeza con su dueño:
un corazón vasto que late en tu pecho
y que bombea sangre ajeno a mis desvelos.

Tu cuello
lo llevo en el hatillo,
para no tener el alma
completamente desprovista de atuendos.

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