martes, 24 de mayo de 2011

La plaza.

(poema aceleradamente escrito
y no corregido con suficiente esmero)

Asimilé la insidia demasiado pronto y durante demasiados años,
simultaneándolo con la acumulación de tarjetas de crédito.
No quise saber nada de las lágrimas derramadas
detrás de las paredes que, como abismos, me separaban de los otros.
Me acurrucaba en mi rutina, abrazado a una agenda de piel que reconforta,
rebosante de citas. Miraba mis cuentas bancarias
y creía que el mundo entero me sonreía, me reclutaba, me precisaba.
A mí, el rejoneados de retos,
el escalador de cimas inasequibles,
el ilusionista que no necesita ni bombín ni señorita acompañante.

Abatían cuerpos en los telediarios y seguía masticando mi comida,
ajeno a las camillas, a los alaridos, a las matanzas,
mientras me quejaba de mis preocupaciones mundanas,
a veces, a quién no conocía.

Me olvide de mi conciencia. La deje enlatada en la despensa
sin fecha de caducidad impresa.

Me desabroché el paracaídas nada más saltar de la avioneta:
tan indestructible me creía.

Y de tanto vomitar un día, mis tripas acabaron esparcidas
entre adosados, cilindradas, viajes,
maledicentes, borracheras y corridas.

Y de repente, otro día, vi miles de personas sentadas en una plaza
levantando las manos al unísono, aleteando como mariposas,
ubicadas en brazos que salen de cuerpos que ocupan personas
que han descubierto, por fin, que lo son,
y no mercancías, u objetos, o clientes, o contribuyentes,
o votantes, o estadísticas.

Y hoy, ahora, en este mismo minuto, en este mismo segundo,
tengo la esperanza ocupando mi corazón,
como esa plaza la ocupan los que tienen más que yo:
futuro, coraje, templanza, alegría.

No lo dudéis:
mi hijo estudiará en escuelas sin pupitres vuestras semblanzas,
dentro de una asignatura que la titularán democracia.

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