miércoles, 5 de enero de 2011

LA LUZ QUE ME HABITA

Uno.

Tengo las manos colocadas libremente sobre ti,
tocando tu recuerdo en la nada que me dejaste,
respirándote a pleno pulmón con las ventanas abiertas al nuevo día.
Eres el surco sangrante labrado en mi carne por el arado del despropósito.
La cosecha sembrada tendrá el color característico de la muerte.
Espero inquieto los graneros repletos.
Ansío moler los granos, amasar la harina y cocer el pan.
Pan negro malherido por tus cabellos de acero traidor.
No siento las sogas lanzadas hacia mí
para atarme cuanto antes a tu cintura recorrida.
Se quemaron las sedas con las que disfrazaba el mundo.
Hoy el telón de niebla cae como caen las hojas en la vereda,
marrones y quebradizas, devueltas a la tierra para ser de nuevo
el humus donde rebrote la siguiente contienda.
En cualquier caso, son tristes las alternativas:
vista de lejos, el deseo incontestable me visita;
sentida cerca, el miedo abre el armazón de mi esqueleto.
Nunca metida dentro es lo que me aterra.
Eres el motor de mi movimiento, el origen de la luz que me habita.

Dos.

Te he buscado en las profundidades de mi alma y, por fin, te encuentro
ahogada y tendida en la orilla de una laguna de agua podrida.
Tus manos sin vida parecían solicitar las mías.
Recordé entonces la llaga de mi pecho. Abierta, supurando helechos.
Repudié tu cadáver alejándome de él, de espaldas,
mirando como tus dedos se quedaban en aquel lugar,
secos, sin estar anudados a los míos.
Y entonces, los soles del cielo se quedaron sin combustible
para acrecentar tu muerte y mi sentir sombrío.

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